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La Nomenclatura de la Nomenklatura

 

Frente a las amenazas que pretenden redefinirlo todo, incluso los espacios geográficos, conviene cuestionar la utilización del lenguaje para ocupar vertientes que debieran utilizarse para ampliar las zonas de los derechos y
no de las restricciones. Mucho menos de las violaciones a las prerrogativas atinentes a la condición humana.

La unidad, sí, es indispensable para hacer frente a la bravuconería y la discriminación, pero partiendo de un ejercicio de autocrítica tan valiente como impostergable: ¿o es que no hemos empleado la violencia hacia los conceptos tanto como ahora la utiliza quien pretende hacernos daño? ¿No hemos llamado “carrera judicial” al catálogo de funcionarios que, precisamente, no tendrán la potestad de juzgar? ¿No hemos subordinado la Constitución a lo que los legisladores en sede ordinaria deseen e instruyan? ¿No hemos proscrito de la categoría “pueblo” a quienes no piensan como nosotros? ¿No hemos maltratado a los migrantes en nuestra frontera sur y hemos permitido que nuestro territorio se convierta en un árido, seco y terrible Estrecho de Gibraltar, nada más que ubicado en la Tierra Media americana? ¿No nos ha parecido en más de una ocasión que “interrumpir una vida” no es lo mismo que “asesinar”?

¿No hemos llamado “delincuente” a quien ha incurrido en una conducta tipificada como delito, como si delinquir pudiera imprimir un carácter indeleble y definitorio? ¿No hemos bautizado, con pompa, como “prisión preventiva oficiosa” lo que en realidad es una privación de la libertad cautelar pero injustificada? ¡Y cuántos ejemplos más pudieran ocurrírsenos!

Confesémoslo: hemos utilizado el temible instrumento de la voz legal para beneficiarnos y, justo hoy, cuando las fronteras del país más poderoso del mundo se nos cierran, cuando habrá que “renegociar” mucho antes que “revisar” un tratado que en buena medida parece la ley fundamental de nuestro desarrollo, cuando se tachará de “terrorista extranjero” a todo aquel que pueda siquiera presumirse que realiza cualquier género de intercambio con el crimen organizado, cuando la gran potencia saldrá de la Organización Mundial de la Salud y denunciará el Tratado de París, más nos valdría preguntarnos si la solidez de nuestras instituciones será suficiente para resistir y defender a nuestras poblaciones más marginadas y vulnerables.

Como toda crisis, la de nuestro tiempo se colma de posibilidades. Para alcanzar la añorada unidad parece llegado el caso de dejar atrás diferencias y cegueras, robustecer nuestro compromiso -largamente olvidado- con la verdad, reconocer en el otro la condición indispensable para el diálogo, tender la mano, generosa, para la defensa común pero exigir, a cambio, que paren de una vez la devastación institucional, el desmontaje de nuestra transición a la democracia y la simulación en materia de división de poderes.

Y es que acaso ha llegado el tiempo de arrostrar con valor y honestidad intelectual la posibilidad de redefinir las coordenadas generales de nuestro disfuncional hiperpresidencialismo para evitar que, al menos en México, el platónico “verdadero obrero de nombres” sea simplemente quien más poder atesora y quien menos compromiso con las libertades manifiesta.

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Verdad y Diálogo

 

 

De tomarnos en serio a Kant, habremos de convenir que conversar es una forma acabada de reconocer en el otro a un fin en sí mismo, nunca un medio, mucho menos una cosa. Si toda verdad es diálogo, si a través de la palabra compartida empatizamos y socializamos, ¿por qué solemos negarnos a hablar con los demás, por qué nos acostumbramos a la perversa idea de que quien no piensa como nosotros debe ser silenciado y condenado al ostracismo? ¿No poseerá nuestra Moral un imperativo categórico que resulte más  productivo y vivificante?

Nada se gana con afirmar, faltando a la verdad, que nuestros tribunales supremos han fallado en un sentido, con tal de que ese sentido manifieste nuestra propia y peculiarísima representación del mundo. La mentira es delicada y perniciosa. En temas de dignidad humana, lo es doblemente.

Las sociedades que se acostumbran a la falsedad y al eufemismo suelen hacerlo por las peores razones: la comodidad, la moda, el lucro, la conveniencia, la hipocresía. Con ello ralentizan su desarrollo y colocan pesados lastres a su posibilidad de brindar mejores condiciones vitales a sus integrantes. La defensa de la vida y de los valores asociados directamente a ella, como son la libertad en el idéntico reconocimiento de dignidad a toda expresión de la condición humana, exige una abstención fundamental para arrostrar la
mentira y la corrección pseudopolítica. No contemporizar con las verdades sesgadas (o, peor, con las posverdades) se traduce en combate frontal a la falsedad. El quid de la cuestión radica en que debe hacerse sin negarse a charlar con quien piensa distinto, tratando de entender sus razones y partiendo de lo más básico: la presunción de la buena
fe que invade a sus expresiones. Un imperativo ético nada sencillo de instrumentar.

Y es que, en efecto, las personas son todas respetables, pero sus ideas no. Debatirlas es nuestro derecho, pero también el deber que se deriva de nuestra pertenencia al espacio público, al ágora, a la plaza central que desde hace centurias ha dejado de ser plaza de armas. Por algo colocó Platón su Academia en la loma, por encima del ruido de
la polis y alejada de las tentaciones del mercado.

Nuestro tiempo, que quiere ser un Tiempo de Derechos, exige vocación para el diálogo y aprendizaje en el intercambio de opiniones. Tal es la vocación que toda sociedad que aspire a consolidar su Democracia Constitucional debe reivindicar y encauzar. Sea 2025 propicio para ello y para la felicidad entre quienes integran sus apreciables familias, queridos lectores y amistades todas de este espacio de empática reflexión y renovada defensa del espacio que consideramos genuino, verdadero y dignificante.

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